REVIVIR: VIVIR DOS VECES
Milena M. Mora
Ay amor divino / pronto tienes que volver a mí / a veces pienso que tú
nunca vendrás / pero te quiero y te tengo que esperar / es el destino, me lleva hasta el
final / donde algún día, mi amor, te encontrará… Tenía un vestido con velo blanco pomposo y
una balaquita de encaje con un moño, estaba asegurada a una silla de bebé en la
parte de atrás de un carro, supongo que era verano porque sentía mucho calor,
mi mamá o mi papá me había dejado allí por un momento breve, la puerta estaba
cerrada y las ventanas arriba, sonaba esa canción … ese destino me lleva hasta
el final / donde algún día mi amor te encontrará… la náusea que sentí ese día,
regresa a mí cada que escucho la canción. Tal vez fue el calor que se encerró
en el carro o la cintilla ajustada que llevaba en mi cabeza, pero un malestar
me invadió e hice lo único que mi limitado lenguaje me permitió: llorar. Ese es
mi segundo recuerdo.
Con frecuencia intento desbloquear recuerdos de lugares, o de objetos que llamaban mi atención cuando era niña, con los
que me entretenía durante horas en casitas improvisadas que hacía al llegar a
casa de mi abuela con pedazos de maderas que sacaba del taller del abuelo y a
los que llamaba refugios. Me gusta pensar en la idea de volver a pisar lugares
que ya parecen estar ausentes en el cuerpo, pero que perduran ocultos. Así como
esa canción de Leo Dan que me da la misma sensación ahora que cuando la escuché
por primera vez, sucede también con el olor a sangre.
Un cuchillo de mango largo y negro
atravesaba el corazón de un cerdo que lanzaba una especie de grito apabullante
antes de agonizar hasta morir. Ese día había mucha gente ¿Cuántos hombres se
necesitan para matar un cerdo? Que no era uno, eran dos o tres, que luego
descuartizaban frente a un grupo de espectadores, entre ellos mi papá, y yo, mi
mamá siempre se estaba del otro lado de la casa mientras mataban los animales
¿Y por qué tanta gente veía esto? Sacaban todo lo que hay dentro del cerdo, un
cerdo del grupo de cerditos que mis abuelos habían recibido al parir perla, la
marrana de la casa, y que luego habían criado y alimentado, los mismos cerdos
que cuando eran bebés todos los primos habíamos levantado en brazos porque la
cosa más precisa que inspira todo animal pequeño, no es otra más que una
inmensa ternura. Todo el piso se llenaba de sangre que más tarde mi abuela
lavaba. Vísceras y troncos de carne se apilaban y empacaban en un carro, que
luego iban a casa. Teníamos una especie de patio en la mitad en el que si nos
asomábamos lo suficiente bastaba una mirada sutil hacia arriba para hacer
contacto visual con las personas que vivían en la parte superior, y entonces
era imposible no saludar a las vecinas: una abuela, una mamá, dos hermanas
mayores y una menor. Las puertas de la entrada eran iguales, y debajo de las
escaleras de la casa de ellas, estaba un cuartico estrecho de esos que la gente
usa para meter cacharros, las escaleras tenían unas hendiduras por las que a
veces me comunicaba con las vecinas más pequeñas y entonces cuadrábamos para
que yo subiera o ellas bajaran, aunque me gustaba más a mí subir porque en la
casa de ellas entraba más luz y tenían un solar grande, el caso es que la casa
no sólo se llenaba de carne, se llenaba de esos mismos hombres que entraban y
salían, una balanza colgante estaba allí junto al comedor que tenía una
ventanita cuadrada a mitad de un muro que conectaba con la cocina, y entonces
en cada momento que nos juntábamos para comer, se formaba así una cadena en la
que mi mamá del otro lado de la pared, colocaba plato por plato, porque la
ventana no era muy grande y sólo cabía de a uno, y yo que del lado del comedor
los iba colocando en el puesto que ya se sabía iba cada uno de nosotros, y el espacio
del comedor acababa con un arco en la entrada y unos pasos más allá mi papá
colgaba esa balanza, colocaba la carne y anotaba el gramaje y el precio frente
a los nombres de amigos, familiares y conocidos que le habían ya encargado
kilos y kilos de carne fresca, yo me sentaba en un murito que había para subir
de este patio al pasillo principal y sólo veía pies pasar. Ese olor a sangre
permanece en mi cuerpo hasta el día de hoy, pero no lo sabía. Era seguro que
esos días en adelante íbamos a comer cerdo todos los días.
La memoria nos engaña constantemente y la
mayoría de veces no lo notamos. Tenemos recuerdos que no son nuestros, que
están incompletos o que son erróneos. De pronto no nos sentábamos del lado
derecho de la mesa, sino del izquierdo, tal vez el cuchillo con el que mataban
cerdos no era negro, sino naranja, y el nombre de la mamá de los cerditos no
era perla, si no estrella. Tratar de tejer esos retazos de recuerdos que se
vislumbran cuando a través de la memoria de nuestro cuerpo volvemos a una parte
de nosotros, es un juego inevitable. Y entonces la necesidad de volver con más
exactitud a estos recuerdos, nos hace recorrer los pasillos de casas en las que
ya no estamos, a trazar líneas con el recuerdo sobre rostros que ya están
borrosos, o a tratar de recordar la voz de los nuestros que ya no están, que ya
no escuchamos y que debemos acudir a nosotros mismos en caso de querer oírla de
nuevo. A través de una sola escena que nos vuelve a la memoria a través de
olores, canciones, texturas o sabores, de repente llegan otras diez o veinte, y
así recordamos entonces, no sólo los pasillos, los rostros y las voces, sino
que volvemos a vivir, vivimos dos veces un mismo momento, uno que permanecía
inactivo en nosotros.
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